Los sabores del papa Francisco: ñoquis, bagna cauda, alfajores y dulce de leche
El Papa Francisco tenía gustos muy marcados de determinadas comidas. La cocina de su infancia, los recuerdos de su madre y su debilidad por los alfajores.
El Papa Franciscodejó una huella imborrable de argentinidades desparramadas por el mundo. Su amor a San Lorenzo de Almagro, sus citas permanentes a la cultura nacional y sus gustos gastronómicos que lo marcaron desde chico: los ñoquis del 29, la bagna cauda humeante en invierno, los alfajores de maicena que desarman entre los dedos y, por supuesto, ese frasco de dulce de leche que, como él mismo confesó, alguna vez le escondían en su casa para que no lo vaciara a cucharadas.
Detrás del líder espiritual, del Papa de los gestos simples y las palabras francas, hubo un hombre de gustos modestos y entrañables, moldeados entre las paredes de una casa en el barrio porteño de Flores, donde se hablaba en castellano con tonada italiana y la cocina era territorio sagrado. Jorge Mario Bergoglio no necesitó jamás banquetes. Le alcanzaba con un plato humeante de comida casera para sentirse en casa.
Ñoquis: la fe en la tradición
Cada 29 de mes, miles de argentinos comen ñoquis con un billete debajo del plato, como cábala para la abundancia. En la casa de los Bergoglio esa costumbre piamontesa era inviolable. “Siempre comíamos ñoquis los 29. Y a veces sobraban para el 30, que era mejor todavía”, comentó el Papa en una entrevista informal con amigos argentinos.
Los prefería sencillos, con salsa de tomate casera, espesa, con perfume a laurel y un toque de queso rallado. Nada de sofisticaciones: lo importante era la mesa compartida, el pan para mojar, la charla que se estira entre tenedor y copa de vino.
Esa tradición, como tantas otras, viajó con sus abuelos desde el Piamonte a Buenos Aires y se quedó para siempre. Y aunque los comensales del Papa vestían sotana y habitaban palacios centenarios, hubieron días en que en Santa Marta —la residencia donde vivió hasta sus últimos días Francisco— se cocinaban ñoquis, como un guiño íntimo a sus raíces.
Bagna cauda: el perfume de la infancia
La bagna cauda es mucho más que un plato. Para quienes crecieron en hogares de inmigrantes italianos, especialmente del norte, es una ceremonia. Una especie de fondue de ajo y anchoas que se sirve bien caliente, acompañada de verduras cocidas o crudas, y que enciende los recuerdos apenas se empieza a calentar en la olla.
En la casa de los Bergoglio, la preparaba su madre, Regina María Sívori, que combinaba esa receta heredada del Piamonte con productos frescos del mercado. El pequeño Jorge miraba con atención cómo se picaban los ajos, cómo se derretían las anchoas y cómo el aroma invadía todo el ambiente.
En una ocasión, durante una visita de obispos argentinos, alguien le preguntó si extrañaba la comida de su infancia. Francisco respondió sin dudar: “Sí, la bagna cauda, pero no cualquiera. La de mi mamá”.
Dulce de leche y alfajores: el costado goloso del Papa
Pero si hay algo que verdaderamente delató el costado más humano —y goloso— del Papa Francisco, fue su devoción por los dulces. El dulce de leche ocupó el primer lugar en su ranking afectivo. Es, según él mismo dijo, “una tentación más fuerte que el demonio”.
De chico se lo comía a cucharadas, tanto que sus padres a veces se lo escondían. “No era fácil resistirme. Para mí, abrir un frasco de dulce de leche era una fiesta”, recordó una vez con picardía. Ese gusto lo acompañó toda la vida, incluso después de ser elegido Papa. En Roma, donde no es fácil conseguir un buen dulce argentino, algunos visitantes compatriotas solían acercarle frascos o alfajores como regalo. “Lo recibe como si fuera oro”, confesó un sacerdote que lo frecuentaba.
Los alfajores de maicena, con coco y dulce de leche rebalsando por los costados, eran su debilidad. Nada de triples industriales: los prefería caseros, como los que preparaban sus tías cuando era chico. Cuando alguien llegaba al Vaticano con una caja de alfajores, se la quedaba un rato entre las manos, los miraba como si oliera Buenos Aires en ese instante. A veces los repartía entre los colaboradores más cercanos, pero casi siempre guardaba uno “para después”.
Sabores que son memoria
Más allá de la anécdota simpática o del costado curioso, los gustos gastronómicos del Papa Francisco revelaban algo más profundo: su vínculo con la memoria, con la familia, con lo cotidiano. Para él, la comida no era solo alimento, era también afecto. “Uno no recuerda los platos por el sabor solamente, sino por con quién los compartió, por la ocasión, por lo que significaron en ese momento”, explicó en una ocasión.
Por eso siguió eligiendo platos simples, como los ñoquis o la bagna cauda, y dulces humildes, como los alfajores. Porque en cada bocado hay algo de su infancia, de sus viejos, de su Buenos Aires natal.
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