El fotógrafo Pablo Grillo lucha por su vida, fue alcanzado en la cabeza por un cartucho policial. El congreso Nacional quedó vacío, tras una pelea ente libertarios.
Cuando la calle se tiñe de sangre, alguien compra propiedades. Lo dijo el barón de Rothschild hace más de un siglo y lo confirma la triste y repetida historia argentina. En la tarde del miércoles, en las inmediaciones del Congreso Nacional, volvió la escena, que es un eco muerto del pasado: gases, corridas, palos, un cuerpo que cae.
El fotógrafo Pablo Grillo quedó tendido en el suelo tras el impacto de un cartucho policial. Su cráneo fracturado es el testimonio más brutal de un país que, una vez más, responde con violencia cuando la protesta toca la puerta.
La imagen en las redes sociales tiene demasiada carga emotiva y no es nueva. La historia repite su trazo macabro con un encuadre casi idéntico al del Puente Pueyrredón en 2002, donde Maximiliano Kosteki y Darío Santillán quedaron inmortalizados por la lente de Pepe Mateos en la fotografía que reveló el asesinato. Ironía o destino, el mismo Mateos volvió a disparar su cámara ayer, esta vez para retratar a Grillo agonizante.
El eco de la historia resuena con fuerza, pero para otra generación. Lo mismo ocurrió en Neuquén en 2007, cuando Carlos Fuentealba cayó bajo las balas de la policía provincial de Neuquén. Las imágenes son diferentes, los protagonistas cambian, pero la mecánica es la misma. La violencia institucional, esa que todos los gobiernos juran erradicar cuando llegan al poder, se despliega cuando el conflicto social asoma. A eso le llaman el monopolio de la violencia por parte del Estado, cuando algo se va de las manos.
La calle que se vació, las redes que no salvan a nadie
El contexto, sin embargo, es otro. No hay una militancia fuerte que sostenga el reclamo ni un movimiento social con capacidad de respuesta. Hay redes sociales, fake news y una sociedad cada vez más alienada, enferma y fragmentada.
La calle, que alguna vez fue el espacio público por excelencia, ahora es apenas el decorado de una realidad que se digita desde los teléfonos. Se viralizan las imágenes, se acumulan los indignados en hilos de Twitter (ex y ahora X), pero en el pavimento el gas sigue quemando y los palos siguen bajando.
La Argentina de hoy es una en la que la gente se insulta por redes, pero no se moviliza. Se queda en el sillón masticando odio y sumando triglicéridos.
Un país en el que los jubilados tienen que marchar junto a barrabravas para que alguien les preste atención. Una Argentina en la que la represión no encuentra resistencia, porque no hay estructuras políticas que la contengan ni medios de comunicación dispuestos a incomodar demasiado.
De la foto dolorosa al circo con payasos
Pero además, de la tragedia se pasa a la comedia, en un solo acto. La sangre de Grillo todavía manchaba el asfalto, y en otro escenario se libraba otra batalla, ridícula y de manual.
Una pelea interna libertaria, piñas en el Congreso Nacional y una sesión que se levantó: la tormenta perfecta para tapar el verdadero trasfondo de la jornada. El oficialismo necesitaba frenar un golpe político, porque la luna de miel con parte de su electorado se estaba terminando. Es una cuestión de ánimos, no de votos.
La sesión que se iba a desarrollar en Diputados podía ser una bala que, al menos, le entrara a un chaleco cada vez más vencido del gobierno nacional. Como le entra a todos los gobiernos cuando el relato empieza a resquebrajarse. Pasó con Menem, Kirchner, Cristina, Macri y Alberto. ¿Porqué acá debería ser distinto?
Y entonces, todo se desvió. El foco se corrió a las trompadas entre libertarios, a la escenificación de una interna feroz, sobreactuada. El Congreso quedó vacío y la oportunidad de poner en jaque al gobierno se esfumó entre golpes y escándalos.
Ayer fue Pablo Grillo. ¿Mañana quién?
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