Después de vivir un siglo: Marcelo Berbel y su huella imborrable
Se cumplen 100 años del nacimiento del mayor poeta de la Patagonia. Su legado se volvió identidad de un pueblo. La historia del hombre que hizo de Neuquén una poesía.
Se cumplen 100 años del nacimiento del mayor poeta de la Patagonia: Marcelo Berbel. Su legado se volvió identidad de un pueblo. La historia del hombre que hizo de Neuquén una poesía.
La identidad tiene sus dilemas. Por ejemplo: sentado sobre el lomo de un pehuén, cerca de la angostura de los lagos Aluminé y Moquehue, José Luis Puel recuerda a su padre y con él los otoños regados con la abundancia de la lluvia de piñones. Una parte de la recolección se conservaba bajo la tierra a resguardo del invierno, otra sería el alimento de los meses venideros y el resto lo llevaría su padre al pueblo para cambiarlos por yerba, azúcar o lo que tuviesen para ofrecer. El viaje era a caballo, atravesando kilómetros de soledad y cordillera.
Dice José Luis que quizá Don Marcelo Berbel se haya inspirado en su papá para escribir Piñonero. Pero, unos cuantos kilómetros más al oeste, bordeando el lago, Benedicto Parada evoca el tiempo en que cerró el aserradero donde trabajaba su familia y se quedaron sin mañana. Sólo tenían los piñones. La generosidad de la tierra les salvó la vida. Su papá también los llevaba hasta Aluminé para cambiarlos por harina. No puede afirmarlo, pero tampoco negar que Don Marcelo Berbel se haya inspirado en su papá para escribir Piñonero.
¿Quién es el verdadero Piñonero de Marcelo Berbel? Hay un posible nombre, una historia que quizá no sean estas, pero sobre eso, sobre cualquiera de los hombres y sus verdades, hay un pueblo que se reconoce canción. Y es en esa intimidad, en ese abrazo multiplicado, donde se teje la identidad.
Hace 100 años, en el Campamento N°1 de Plaza Huincul, nacía Marcelo Berbel, el segundo hijo de la inmensa prole que tendría Juan Ramón Berbel, un español muy trabajador y pintón, con María Teresa Arriagada, mujer fuerte y mapuche, nacida en Espinazo del Zorro.
Mestizo, neuquino como el petróleo, Marcelo Berbel empezó a forjar una historia muy parecida a la de otros neuquinos. Sólo que él tenía un don: la palabra.
Su mamá solía decir que cuando estaba embarazada lo escuchó llorar en la panza y dicen las tradiciones de su pueblo, que cuando un bebé llora antes de nacer está destinado a ser un entu-g’li, una persona capaz de mirar aquello que la rodea de otros modos, capaz de volver palabras los sentidos.
Neuquén, una inspiración constante
Era un obrero de la palabra. Se inició en la música de la mano del ejército, cuando salió de muy niño a buscar trabajo y eran otras las posibilidades. La banda militar le permitió el oficio de la música y el andar la tierra adentro, amasar una obra. Jamás leía, pero sabía el nombre de todas las cosas porque se hizo escuchando. En su escritura había inspiración, pero también y sobre todo oficio y compromiso.
Si las palabras tardaban en llegar, barajaba su mazo de cartas y jugaba un solitario, entonces aparecía el Duende que le dictaba lo que debía escribir, le decía a los suyos, con una convencimiento tan irrefutable que hizo que todos lo vieran alguna sentado a la vera de sus manos curtidas.
No se trataba de cantarle al paisaje, sino a la patria que se teje en los márgenes de la ciudad, donde se enciende el fogón de los nadie, donde el silencio permite mirar mejor. Lejos de romantizar el dolor o la pobreza, los héroes silenciados por la historia, la injusticia del centralismo, Marcelo se agachaba a mirar a los ojos al pueblo del que era parte y a partir de eso construía un sentido de pertenencia, de manera casi intuitiva, pero con un profundo posicionamiento político que escapaba a cualquier bandera. Y en esa osadía nos permitió tener, por primera vez, un nosotros.
En el universo Berbel había una familia que sostenía. A Chita, Rosa Edith Rodriguez, la conoció en Allen, también cuando era muy joven y llegaba a los bailes con uniforme y gomina. De ese amor, que lo acompañó hasta el final, nacieron Néstor, Hugo, Marité y Dante. Y en ellos la posibilidad de hacer volar la kilométrica obra que iba registrando en sus manuscritos que aún preservan los viejos cuadernos de tapa dura. Cientos de poesías, canciones y coplas para hablar de Neuquén, muchas de ellas las plasmó en sus dos discos: “Jarillal, poemas y canciones” y “Qué quiere que le diga” y en cuatro libros editados.
La marca Berbel, un nosotros compartido
Berbel también creó un sonido patagónico convirtiendo lo ritual en folklórico. Fueron Néstor y Hugo los que le pusieron voz al primer tramo de ese camino que luego continúo Marité haciéndolo suyo, y al que hoy sumó a sus hijos Ayelén y Traful. Nunca se trató de un capricho endogámico, sino una convicción compartida de pertenencia a un territorio que necesitaba pararse desde lo propio, plantar bandera propia en este sur inagotable. Y que hoy, más allá del tiempo, cientos de miles de pibes, cientos de miles de nosotros, llevamos a nuestra voz cuando cantamos “Neuquén Trabun Mapu”, la obra que escribió junto a Osvaldo Arabarco, el Himno de Neuquén.
Su casa siempre fue de puertas abiertas y hasta ahí llegaron José Larralde, Jorge Cafrune, Horacio Guaraní, Ricardo Ioirio, León Gieco para compartir el vino compañero y la palabra. Todos ellos lo grabaron, también lo hicieron Rubén Patagonia, Las Voces del Sur, Los Carabajal, Soledad Pastorutti, Hermética, Edgardo Lanfré, Mercedes Sosa, entre otros grandes. Berbel fue admirado por el Cuchi Leguizamón, René Favaloro, Daniel Toro; amado por Felipe Sapag , Jaime de Nevares y más imprescindibles con los que sentó a pensar y discutir la Neuquén sin eufemismos.
A las 18.45 del 9 de abril de 2003, a sólo diez días de cumplir 78 años, Marcelo Berbel murió en el policlínico de Neuquén, rodeado por su familia. La vida le dio la posibilidad de enamorarse de la simpleza y el dolor indescriptible de tener que despedir a dos de sus hijos. Todo lo convirtió en palabras, hasta que el corazón no pudo más. Unos días antes de partir escribió: “Quiero mirar hacia el cielo, pero escuchar hacia adentro. Y se me van los suspiros, las cosas del sentimiento. De aquellas voces queridas, anda en mi sangre el acento y me motiva el sollozo, ecos en el pensamiento. Por eso miro hacia el cielo, tal vez halle lo que siento”.
La música que trascendió Neuquén
La primera obra de Marcelo Berbel en colarse en el cancionero popular fue La Pasto Verde. Los Andariegos la grabaron y la subieron al escenario mayor de Cosquín. La zambita neuquina, como la llamaban en el norte, encendió la Patagonia ante los ojos del país y sus tradiciones musicales. Algo sucedía más acá del Colorado.
Cuenta Marité que un día acompañó a su papá a una presentación de la banda del ejército. Hicieron la interpretación de La Pasto Verde y todo se llenó de aplausos, pero nadie dijo que esa canción le pertenecía a Marcelo Berbel. Marité estaba muy triste con el destrato y se lo comentó a su mamá que no supo qué responderle para consolarla. Entonces fue a buscar a su papá:
—Papá ¿por qué no te nombraron? ¿Por qué nadie dijo que La Pasto Verde es tuya?
—Hija —le dijo abrazándola —eso no es lo importante.
Marcelo vivía adelantado y a la vez estaba arraigado a la tierra como un pehuén. Sabía escuchar el viento, sabía cuántas estrellas podía beberse el Paimún, comprender y hacerse dolor y alegría de sus paisanos, de los chatos neuquinos, del rancherío sin títulos. Marcelo era un cronista de su tiempo, un tiempo que aún nos convoca a mirarnos. Después de vivir un siglo, Marcelo nos sigue invitando a encontrarnos en lo que quedó en el tamiz de su mirada generosa. Y aún nos recuerda que lo importante está en otro lado.
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