Hace 15 años, Pablo Diby eligió convertirse en sepulturero del Cementerio Central. En primera persona cuenta los detalles de su oficio y por qué se siente tan orgulloso de ser el encargado del último adiós.
“Lo importante es el respeto. Aún cuando sea un amigo el que llega, aun cuando con esa familia haya compartido la infancia, yo voy a tratarlos de usted. Después, cuando todo esté listo, también voy a unirme al cortejo y a ser uno más en el dolor. En este trabajo, nunca hay que olvidar que el del último adiós, un día voy a ser yo”, dice Pablo Diby, sepulturero del Cementerio Central de Neuquén, mientras camina entre las cientos de tumbas que cuida con entrega cada mañana.
Hace 15 años que Pablo decidió dejar su cargo de director General de Telecomunicación en la Municipalidad de Neuquén, en la que presta servicio hace 35, y pedir un pase al Cementerio. No fue una decisión azarosa, infundada, lo meditó una y otra vez, pensó en las variables. Es un hombre práctico, lúcido, que viene del campo de las exactitudes y no de las corazonadas. Y aunque había dedicado su vida al trabajo, sintió la necesidad de parar y buscar un poco de paz, necesitó dejar de estar pendiente del teléfono y disfrutar a los suyos. Lo motivó una tragedia familiar tan imposible de procesar, que hasta lo hizo dudar de Dios durante un tiempo.
Dice que el del sepulturero es el verdadero oficio más antiguo del mundo y que aunque sea algo ingrato, alguien debe hacerlo. En definitiva es el último servicio que va a recibir un ciudadano. Para Pablo, el Cementerio es una ciudad más pequeña dentro de la ciudad, con sus propias dinámicas y lógicas, con sus necesidades permanentes que deben ser atendidas con dedicación. Sabe muy bien, que aunque la habiten los muertos, también lo hace la historia, la memoria y la identidad.
El sepulturero y el servicio del último adiós
Desde muy pequeño convivió con la muerte. Durante jornadas larguísimas jugaba con su hermano en la morgue del hospital donde trabajaba su mamá, la doctora Nancy Marta Ferrari, una excelente cirujana que Don Felipe Sapag había convocado para ejecutar el flamante Plan de Salud neuquino que hizo brillar a la provincia en todo el país. O quizá, en el hospital donde lo hacía su padre, el Dr. Gerardo Jalil Diby. Picún Leufú, Villa La Angostura, San Martín de los Andes. Las ciudades iban cambiando, las morgues, las salas de espera, pero la muerte siempre era la contracara de la vida. De sus padres aprendió la templanza para acompañar esa certeza, pero también a ponerse al servicio de los otros, a trabajar de este lado hasta la hora irreversible.
“A mi mamá le gustaba mucho la historia. Somos 5 hermanos, yo nací en Zapala. Mi mamá quiso que naciera ahí porque fue la ciudad desde donde en 1918, comandado por el Teniente Candelaria, salió el primer vuelo en cruzar la cordillera de los Andes. Mi mamá tenía esas cosas. Amaba la historia y nos enseñó a amarla desde chicos. Todo lo que sé, lo aprendí de ella. Cuando llegué acá dije: acá también está la historia. Entonces empecé a buscarla entre las tumbas”, dice.
El trabajo de Pablo empieza muy temprano. Primero, leen el parte de los fallecidos, hay que organizarse bien para poder cumplir con las formalidades que exige el servicio, pero después es necesario cortar el pasto, regar, barrer, limpiar, mantener cada espacio. “En realidad uno está cuidando también un patrimonio, por eso es que hay que saber mirar, observar, cuidar los detalles. Este oficio exige una parte social, uno aprende mucho dialogando con las personas que vienen a visitar a sus muertos. Hay quienes vienen diariamente o casi y cuentan la historia de su familia y con ella el de un momento de la ciudad”, explica.
Pablo tiene a cargo la Plaza 22. Es un sector muy verde y cuidado, donde hay dos tumbas muy antiguas que datan de 1911 y 1912, apenas 3 años antes de que se institucionalizara el cementerio y unos cuantos años después del famoso diálogo entre Eduardo Talero y Bouquet Roldan, en el que el entonces gobernador del territorio decía: “Allá arriba; allá lejos; sobre aquella colina. Hemos resuelto que los que aquí se mueran suban a la tumba. Así quedamos bien: Nosotros junto al agua, y ellos cerca del sol”.
Por entonces, el servicio corría a cuenta de cada familia que, con pala en mano y la constatación de muerte que otorgaba la policía, daban sepultura a sus queridos. Era otra Neuquén, una ciudad que empezaba a proyectarse y que fue, como toda urbe, creciendo junto a sus muertos, porque morir también es echar raíz. O como dice Pablo: “Esta ciudad es muy nueva, hay mucha gente que vino de afuera con su grupo familiar, pero como dice García Márquez, uno es de ninguna parte mientras no tenga muertos bajo tierra”.
Sepulturero de primera
—¡Ah, él es el jefe! —dice Omar, un compañero de Pablo que está cerca del pasillo central lavando unos jarrones.
En efecto, entre los sepultureros hay jerarquías que no tienen que ver con la edad, sino con el tiempo de permanencia, pero sobre todo con la expertiz en el oficio. Pablo es considerado un sepulturero de primera, y sólo hay otros dos de su misma categoría en el cementerio. No es caprichoso, hay un timing de la muerte, una posibilidad de saber leer las juagadas que sólo lo da el tiempo lustrando cajones.
Pablo explica que hay tres momentos importantes cuando se desata la muerte. El primero, es cuando se anoticia a los deudos, el instante del golpe, no importa si es una muerte es algo esperado o espontaneo. El segundo, es cuando se junta la familia durante el sepelio o en el cortejo final. Y el tercero, es cuando el cajón ingresa al nicho o al crematorio: el punto final.
“Nosotros vemos que es la culminación de la vida de una persona, pero también la liberación”, dice. “Hemos tenido algunos casos en los que nadie viene al servicio, entonces muchos creen que quizá esa persona no era querida. Y no, yo explico, porque vengo de haberme criado en los hospitales, que quizás era una persona que tenía una enfermedad terminal, que estuvo internada mucho tiempo en una clínica. Todo eso tiene un impacto permanente en las dinámicas familiares. Y el día que fallece la persona, aunque no suene bien, es una especie de liberación”, agrega.
Todo cierre implica el comienzo de otra cosa. El último adiós, el punto final, indica el comienzo del duelo para quienes permanecen y quizá, algo nuevo para quienes ya no están, sólo quizá: es la única inconsistencia que arrastra la muerte.
El honor de asistir a la muerte
Los sepultureros aprenden a caminar entre el dolor, saben bien quienes son los deudos más cercanos, pueden reconocer desde lejos cuál es la madre, el padre o el amor del difunto. Saben a qué religión o a qué cultura pertenece el servicio que ingresa. Saben que en cualquier momento puede aparece un gitano pidiendo que cambien al pariente de ubicación, porque tres veces lo soñaron con frío y quizá necesite del sol. Saben abrazar en silencio y a distancia la desesperación y la ira de quienes despiden un angelito, como le llaman a los niños fallecidos. Los sepultureros conocen el peso de la soledad.
Desde que trabaja en el Cementerio, Pablo escuchó cientos de situaciones que para muchos pueden resultar extrañas, pero dice que él no vio nunca nada o que intenta encontrarles una explicación lógica. No siente temor. “Acá la policía que hacía guardia nos ha contado la historia de Josecita, una fantasma quinceañera que aseguran que aparecía allá al fondo, pero yo no la vi nunca y eso que hemos estado en guardias de una persona cuando llegaban los servicios con las víctimas del Covid. Estaban ellos y nosotros y nadie más”, explica.
Sin embargo, comprende que “somos una parte cuerpo y una parte energía y que esa energía la que a veces permanece y se nota”. Dice que tuvo un jefe, Monsalvo, que le explicó casi todo de lo que sabe, lo formó en el oficio. Él siempre le decía que en el descanso tratara de comer liviano, porque sino a la tarde las cosas no iban a ir bien. “Y es creer o reventar, a las 5 de la tarde algo sucede, una energía muy importante se manifiesta, que si comés demasiado te hacía sentir mal, te descompone, te tira”, asegura.
Desde que está allí, Pablo también aprovecha a cuidar a los animales que andan como él, buscando un respiro, un poco de paz. Cuida y habita el cementerio como si fuese el patio de su casa. Hace unos años, sigue de cerca a una pareja de gavilanes a la que incluso una vez tuvo que asistir, cuando la hembra tuvo un accidente por atacar a una paloma. Dice que los gavilancitos nacen ahí, que unos meses atrás, tuvieron un pichón que cayó del nido y que tuvo que acercarlo a la gente de Fauna para que pudieran curarlo y luego liberarlo.
También, trae de su casa alimento para los gatos ferales, que coloca en platos pequeños en el sector de los osarios. Los gatos salvajes llegan entre las sombras a buscar un poco de comida y un gesto de humanidad. “Diferente es el caso de Chumu, que es el gato oficial del cementerio. Él está allá adelante en la recepción, es muy sociable. Era de una señora que vivía en una chacra, pero que se mudó acá al centro. El gato encontró el cementerio y habrá dicho: me voy a vivir a esta nueva chacra”, dice.
Los sentimientos
“Muchos creen que uno no tiene sentimientos, lo mismo quizá pensé yo alguna vez de mis padres que eran médicos. Pero es parte del oficio. Es un trabajo honesto, que paradójicamente dignifica la vida. Es el último adiós de una persona que hizo historia, de la que no sabemos nada, sólo eso, que el último adiós se lo damos acá nosotros junto a la familia, y yo me siento orgulloso de eso, me siento orgulloso de decir que soy sepulturero”.
Es una mañana de sol radiante y tibia. Los árboles del Cementerio Central están llenos de cantos de pájaros. Al fondo de la calle principal, un auto fúnebre avanza a paso de hombre y una decena de personas lo siguen con las cabezas inclinadas hacia el suelo. En las nicheras, algunas familias están visitando a sus muertos, con trapos viejos quitan el polvo del olvido. Dice Pablo que él siempre intenta cambiarles el agua a los jarrones, mantener todo lo posible esos gestos de ternura, ese tiempo que las familias le regalan al recuerdo.
Por momentos, el camino se inunda del aroma a vinagre y azúcar que desprenden las flores en descomposición. Más allá pasa corriendo un gato. Por la vereda de afuera, va una señora con una niña de la mano que ríe mientras mira el cielo. De un lado y del otro de los muros, la vida se impone.
Hay algo en el cementerio, una necesidad primaria de darle cuerda al adiós; hay algo en su propio corazón que busca la perpetuidad del amor; hay tumbas que se cubren de tiempo y se llenan de historia. Los sepultureros son los guardianes de todo eso, los testigos cercanos de una muerte que jamás deja de recordarnos que está siempre viva y que nos está esperando.
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