Rogelio y Hortensia viven en la comunidad Chiquillihuin. El viernes tuvieron que abandonar el paraje por el avance de las llamas.
Las primeras llamas que se desataron en el Valle Magdalena parecían sólo una amenaza intangible para la comunidad mapuche Chiquillihuin, un paraje rural con unos 500 habitantes que se trepa por la precordillera a los pies del volcán Lanín. Pero el viernes, en medio de una cerrazón de humo espeso, casi la mitad de la población tuvo que dejar sus hogares para salir con lo puesto a resguardarse de los efectos del incendio forestal.
Esta no es la primera vez que Rogelio Quilaqueo vive un incendio. Nacido y criado en plena cordillera, el hombre de 66 años revivió en los últimos días la desesperación de otro foco que consumió más de 5 mil hectáreas en la zona del parque provincial Tromen. En 2009, él estaba a cargo de la concesión del camping de Tromen y vio cómo el fuego se devoraba la casilla de los voluntarios ante sus intentos vanos por combatir las llamas.
Por eso, cuando el comando unificado del Parque Nacional Lanín y el gobierno de la provincia de Neuquén ordenó la evacuación preventiva, no dudó en dejar todo atrás. Ahora, desde la escuela 187 en la que está evacuado, ruega para que el viento amaine y la lluvia llegue, en una revancha de la naturaleza frente al fuego intransigente que deja las araucarias antiquísimas reducidas a cenizas.
Rogelio atraviesa el CEF anexo de la escuela con una bolsa de friselina en la que carga todas las pertenencias que pudo sacar a tiempo. Dice que busca un lugar donde lavar su ropa, mientras sostiene un gesto sereno y asegura que, pese a la adversidad, en esa comunión de huincas y mapuches siempre surge un aprendizaje nuevo.
Dos días después de llegar al centro de evacuados, consiguió acceder otra vez por la ruta provincial 60, que está cerrada al tránsito por el avance del fuego. Transitó los 60 kilómetros que separan el albergue de su casa, en el paraje Chiquillihuin, para ver cómo estaba la vaca lechera que logró comprar con un crédito de la Secretaría de Producción de la provincia.
"Ahora está preñada, porque queremos producir leche y quesos para la próxima primavera", contó, sin ocultar la preocupación por haber abandonado al animal ante el avance del incendio. Ese mismo humo espeso que se encerraba sobre la comunidad y que le picaba en la garganta es el que está inhalando ahora su vaca, y Rogelio teme por la suerte que correrá el ovino y su futura cría, que son también su fuente de sustento.
El humo del Valle Magdalena no sólo revivió el recuerdo desesperante de las cinco mil hectáreas quemadas del Tromen sino otros episodios en que la furia de la naturaleza lo obligó a renacer de las cenizas. El pasado otoño, una violenta nevada sepultó a sus 49 chivas, y se quedó sin opciones de trabajo.
"Yo vendía el pelo y tenía la carne para consumo, pero me quedé sin nada", dijo y aclaró que ya hizo los trámites ante la comisaría para obtener alguna reparación por el desastre climático. Mientras tanto, se las rebusca su esposa Hortensia para proveer un sustento para ellos y su familia: "Recuperamos algunas cabritas, armamos un camping agreste y mi mujer tiene un taller de cerámica".
Ella, que es oriunda de Zapala, vive este contexto difícil con un idéntico empuje pero sin los recuerdos vívidos de otros incendios. Desde que se integró con Rogelio a la comunidad, sabe que la naturaleza les da y les quita en una convivencia de la que siempre sacan lecciones aprendidas.
Hoy, sus proyectos de trabajo están en una pausa tensa. Duerme en el centro de evacuados sin dejar de pensar en eso que dejó atrás. "No saben cuándo van a volver ni con qué se van a encontrar cuando vuelvan", dijo Carolina Lino, subsecretaria de Familia de la Municipalidad de Junín de los Andes, en relación a la incertidumbre de los 24 evacuados de la comunidad que se alojan en la escuela.
Esta vez, Rogelio no vio las lenguas de fuego que se devoraban una cabaña; apenas un destello naranja furioso en la lejanía, pero sí un humo espeso que le enrojecía los ojos y que hoy, con el incendio forestal avanzando a toda velocidad, debe estar dañando a su vaca. Y sabe que quizás le toque renacer otra vez de las cenizas.
Pese a la incertidumbre, confía en que la naturaleza va a ocuparse de aplacar los vientos más amenazantes. Sin perder el ánimo, él y su esposa agradecen las atenciones que reciben en el centro de evacuados, donde los alojan en una aula junto a su familia y les preparan las cenas para compartir con otros vecinos de su comunidad.
Rogelio sostiene la frente en alto, con un gesto sereno que delata su espíritu resiliente. Y aunque todavía los recuerdos del último incendio le inundan la nariz con el olor de la madera carbonizada, confía en que él podría salir adelante con su fuente de sustento y la colaboración de los lonkos y el resto de la comunidad.
El último parte del Comando Unificado trajo noticias más alentadoras. Llegaron más brigadistas para colaborar y las motobombas consiguieron enfriar la cumbre de la cola del incendio. Y desde su lugar, Rogelio también pide que la lluvia se ocupe de enfriar los bosques que arden.
Sin embargo, hay una certeza que le nubla esa esperanza. Sabe que el invaluable tesoro de su cordillera, esa que lo vio nacer y crecer, no va a recuperarse pronto. Y así como los bosques que ardieron en el Tromen recién están dando unos brotes tímidos 15 años después, sabe que las 15 mil hectáreas bajo fuego pueden quedar reducidas a ramas raquíticas y oscurecidas por décadas.
Te puede interesar...
Lo más leído
Dejá tu comentario