Hay costumbres que se perdieron. El avance de la urbanización cambió la fisonomía de la ciudad. Recuerdos en blanco y negro de una de las estaciones más lindas.
Si hay algo que recuerdo con nostalgia de la vieja ciudad de Neuquén es la felicidad que sentía cada vez que llegaban el otoño. Supongo que cada quien tendrá anclada su memoria en alguna determinada estación y época de sus vidas de acuerdo a las vivencias, alegrías o experiencias que vivió. La mía permanece en aquel pueblo que ya no está cada vez que los árboles comenzaban a pintarse de color amarillo antes de que el invierno los deje desnudos.
No es casual que uno guarde los mejores recuerdos de la infancia, la etapa del aprendizaje, pero también de la inocencia y el refugio familiar. Pero esos años son coincidentes con costumbres y paisajes urbanos muy característicos desde el fin de los veranos, que se fueron perdiendo con el correr de los años a medida que Neuquén seguía recorriendo el inevitable camino de las grandes metrópolis.
Lejos recuerdos del otoño
Las postales que siempre afloran en mi memoria son la de los días grises y húmedos, con lloviznas que permanecían durante varios días mojando las calles de tierra y despertando los aromas más exquisitos. Son imágenes olfativas que se mezclan también con la de los montoncitos de hojas húmedas que los vecinos juntaban para quemar en cada cuadra y la de los panes caseros y las comidas de olla que trascendían las cocinas de las madres y abuelas y se fusionaban en las calles de los barrios.
También las bardas parecían inmortales y eran los escenarios perfectos aprovechando los días templados, para emprender aventuras y expediciones a lugares maravillosos, como la Boca del Sapo o el Terrón de Azúcar, sitios que solo recuerdan quienes tienen encima varios almanaques.
Hoy los otoños de Neuquén son distintos. No digo que peores ni mejores, pero sí diferentes. Las temperaturas y las lluvias se alternan -dicen algunos- con los caprichos del cambio climático, las reglamentaciones de la gran ciudad ya no permiten -por obvias razones- los humos de los barrios y las otroras bardas invencibles se repliegan todos los años frente al avance de la urbanización.
Hoy solo permanecen los follajes cálidos que adornan por igual las veredas de los lugares públicos y privados, las de los barrios ostentosos y de los humildes.
Hoy se mantienen las viejas postales a través de la memoria. Cada uno elegirá la suya para recordar cuál de todos los otoños sigue siendo su preferido.
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